Oda a un (mi) par de estigmas
Son dos. Llevan chupando mi sangre desde el 10 de octubre de 1991. Aunque no siempre fueron dos sanguijuelas. La pubertad comenzó a desenmascarar su magnitud y mi hipocondría a temprana edad confundió los dolores propios de su mutación en metástasis. Sí,todavía recuerdo el capítulo de la vida de P.G.O en que, tras una dura agonía, se armó de valor y le dijo a su madre que tenía bultos y a lo mejor sería bueno "ir al médico", porque además "le dolían mucho". Lo que su (mi) madre, entre carcajadas, atribuyó a haberse dado alguno que otro golpe en las atracciones de cierto parque de atracciones de la Costa Dorada que acababa(mos) de regentar. A lo que el progenitor de la familia respondió con una sentencia aniquiladora: "¡Eso es que te estás haciendo una mujercita!.
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A nadie le interesa cuando las dos sanguijuelas mutaron, por fin, en satanás. O puede que sí. Pero os dejaré con la curiosidad.
Admiro a las personas sin complejos. Yo durante algo más de una década tuve dos. No recuerdo cuando el complejo (o mejor dicho, el par de complejos siameses) cruzó la delgada línea que separa el complejo del estigma. ¿Cuándo un complejo se convierte en estigma? ¿En qué momento la psique se materializa en dolor? (y no hablo del dolor poético; sino del dolor jodid* dolor físico).
Hace tiempo que el no ir a a piscinas con acompañantes del género masculino se tornó en un problema menor. Hace (aún) más tiempo que el no llevar ningún tipo de escote se volvió algo secundario. Hace (no tanto) tiempo que mi frustrada procesión de mercería en mercería en búsqueda del sujetador con el menor sex appeal pero la copa más grande, pasó a segundo plano.
Hablo de pasar a segundo plano como si mi complejo (mutado a estigma) se hubiera esfumado por arte de magia. Nada más lejos de la realidad: SE HABÍA SOLAPADO POR EL DOLOR; había pasado a jugar un papel secundario en el escenario de la vida.
Es ahora (y de un tiempo a esta parte) cuando mi espalda se hace diminuta y cae bajo su yugo; cuando mi fisionomía ha dejado de tener cualquier tipo de autoridad sobre ellas; cuando cada una de mis vértebras yacen a su merced, y mi espina dorsal es víctima de su despotismo. Es ahora cuando mis hombros se encorvan; se atrincheran ante semejante ejército enemigo. Es ahora cuando mi ser mengua su esencia a su antojo, llegando a sentirse aniquilado por ellas.
No consigo mirarme en un espejo y que su reflejo regrese sin vergüenza en mis pupilas. Mi abuela me enseñó desde pequeña que "vergüenza sólo por hacer cosas malas", así que algo va mal.
¡Manda a la verga los cánones de belleza!, me dicen mis allegados. Pero el asunto es más complejo. La cosa que aquí os vengo a contar va más allá de los estándares de belleza acrecentados por la imagen de las Redes Sociales; va más allá del complejo de una niña a la que un día llamaron "tetona". No, mi alienación con esas dos sanguijuelas chupa sangre va más allá de todo eso. Es algo que comienza con un nudo en la garganta que no acaba nunca; es una prolongación de mi cuerpo que no reconozco como mía; es vivir anclada a dos parásitos que viven en un ecosistema con el que se repelen como si de la peor de las cargas energéticas se tratase.
¿Cuándo lo físico logra alcanzar la cúspide de lo mental? Supongo que cuando una lleva cargando con ellas tanto tiempo que acaban por comerse su cuerpo, su estructura ósea y su ser.
Y es ahora cuándo me preguntáis si no tengo pavor al quirófano; y yo os respondo: no existe el miedo cuando no hay nada que perder.