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De cómo escribir un relato con inicio y desenlace, pero sin nudo.

Hace prácticamente un año desde que lo escribí. Hoy, en la madrugada del paso de un domingo a lunes que casi roza la jornada laboral, acabo de encontrar este microrelato cuyo inicio y desenlacé escribí, a la espera de desarrollar un argumento merecedor de su contenido. Y es aquí cuando por fin voy a poder usar ese palabro que parece estar tan de moda: postergación. Nota mental -robada de la boca de mi santa madre-: Paula, acaba lo que comienzas. Espero que dentro de 365 esta historia haya progresado. Por el momento os dejo estas líneas, que pese a su inconclusión, se escribieron con ánima.




En la azotea de mi casa viven Claudia y su gato. A ambos les une un tono de pelo cano. Claudia, lo luce con naturalidad, sin ningún tinte que enmascare su edad; su felino, por el contrario, lo ornamenta con unas manchas color pardo que no son de fiar. Fue una tarde en la que el típico aguacero chilango caía sobre un cielo gris, cuando la descubrí. Recién aterrizada en la ciudad de los banquetes callejeros y el caos enmascarado en fachadas que encierran almas aztecas, traté de dejar a un lado los prejuicios propios de una niña europea inmersa en un cuerpo de damita (mi apelativo favorito de entre todos los puestos por los lugareños).


Me decidía a explorar el más allá desde lo alto del edificio de la acomodada colonia en la que me había instalado. Me armé de valor y con un uniforme a base de pijama XXL y zapatillas de estar por casa robadas del hotel de turno reté al jet lag, ese gran mal que todo cosmopolita del siglo XXI que se precie ha debido sufrir para ser lo suficientemente cool. Subí las escaleras y allí estaba. Desde ese microcosmos la gran urbe parecía menos temible. Tomé aire y reí. Resultaba paradójico como, pese a la lluvia, ese pedazo de hormigón resultaba el refugio más seguro del planeta. Me asomé: el cielo parecía estar en otro continente, no se divisaba ninguna nube y ni un solo rayo de sol lograba alcanzar el asfalto. Fue entonces cuando los ojos de aquel felino aparecieron por primera vez en escena. No sé cómo, pero se habían apoderado del gris que bañaba la ciudad de una sombría danza de neutralidad. El gris no es ni blanco ni negro, ni sí ni no, un color que muchos lo convierten en insensible, incluso triste y aburrido. La fiesta del carnaval termina con el gris miércoles de ceniza, hablamos de épocas grises, y de la gris rutina, que nos resulta fea y aburrida incluso cuando hace sol. Pero el gris de la Ciudad de México rompe todos los mitos. Es un gris que transmite tranquilidad; el sólo hecho de levantar la mirada en ese cielo encapotado me hacía volver a saborear la placenta materna. Un subidón de adrenalina se apoderó de mi persona. Por fin estaba allí. Y aunque sólo fuese la cima de un edificio funcionalista de cuatro plantas desde la que se divisaban solares, alguna que otra decadente edificación vecina y un follaje que apenas dejaba al descubierto un solo resquicio de la urbe, sentía que acababa de coronar el mismísimo Pico de Orizaba.


Desde aquella primera toma de contacto con el firmamento mexiqueño una especie de hechizo se apoderó de mi ser. Empujada por una fuerza sobrenatural, cada día, cuando el reloj marcaba las seis de la tarde me dirigía a la azotea en una especie de enigmático ritual. Daba igual que estuviera en la otra punta de la inmensa urbe: ni su tormenta de media tarde, ni sus más de 8 millones de habitantes iban a impedir que llegara a la cita con mi particular edén celeste. Llegados a este punto, os imaginaréis la azotea como un auténtico paraíso lleno de vegetación, miradores y hamacas hechas de maguey del Valle del Mezquital. Nada más lejos de la realidad. Se trataba de una solana en la que los trasteros se disponían de principio a fin a modo de pequeñas chabolas hechas de hormigón. Todas ellas llevaban pintado el número correspondiente a su departamento y un gran candado a modo de propiedad privada. Era como una mini urbe de barracas grises en lo alto de un edificio. Su pavimento era de un marcado color burdeos que siempre albergaba alguno que otro pelo blanco del gato que lo gobernaba. Y cuyo nombre, yo aún desconocía. Además había varias plantas con hojas enormes y de un verde tan intenso que parecían negras, cinco piletas cubiertas de enredaderas, que aún seguían usándose para el lavado de ropa, y varias tuberías destartaladas que formaban un laberinto de cobre oxidado. También había un tendedero de dominio público en donde sólo Claudia secaba su ropa. Los primeros días observaba tímidamente la vivienda de dicha portera. Despertaba en mí una curiosidad mucho mayor a la que me generaban las pirámides aztecas de su país. Fue una de esas tardes en las que andaba merodeando cerca de su morada, cuando salió con cara de malas pulgas y me dijo si se me había perdido algo allí. Menuda desilusión me llevé. Con la emoción que había puesto en todo lo que giraba en torno a su vida. Mi imaginación había divagado tanto que había acabado infundiendo un centenar de teorías acerca de su existencia. Cada cual más exótica y singular. Me puse tan nerviosa que le pedí disculpas por mi osadía y me alejé torpemente por entre las cañerías, con tan mala suerte que su gato apareció de improvisto y acabé cayéndome sobre el solar burdeos que a esas horas de la tarde ardía como la lava de un volcán en erupción.


Claudia rápidamente vino en mi ayuda, ¡Ay mija, vaya susto me has dado! ¿Estás bien? Me tendió su mano y me adentró en su casa para curarme. La verdad es que sólo tenía alguna raspadura y una herida en la rodilla que se dejaba entrever por el roto de mis pantalones vaqueros. Claudia me miró con cara de abuela y me dijo: no te preocupes güerita, que mis cuatro morritos cuando eran pequeños se pasaron la vida en el suelo. De hecho, debería haberme ganado alguna titulación en primeros auxilios. Me sonrió de una manera tan familiar que me dieron ganas de abrazarla. Era como si la conociera de toda la vida. Mientras me curaba no podía apartar mis ojos de aquella mujer que hasta el momento había sido todo un enigma para mí. Tenía la piel del color de los caramelos Solano, tersa y brillante; unos ojos que me miraban con ternura y me apaciguaban con su tono turquesa grisáceo, propio del que provocan las tormentas tropicales en el mar y una gruesa nariz mestiza, marca de su herencia indígena. Resultaba difícil calcular su edad, ya que apenas tenía una arruga, pero el color cano de su cabello trenzado, me decía que rondaría los sesenta años.


Me dijo que no era la primera vez que me veía en la azotea pero que sin embargo, sabía que yo no llevaba mucho tiempo viviendo en ese edificio. Me preguntó si era nueva allí. Y yo le expliqué que estaba viviendo temporalmente en casa de unos familiares. Me preguntó si me había asustado y se disculpó diciéndome que hacía mucho que los vecinos no frecuentaban la azotea, que por eso en ocasiones mi presencia le había intimidado, pero que en el fondo estaba encantada de tenerme allí. Los días podían llegar a hacerse muy largos en la soledad, - menos mal que al menos tengo a Marcelo conmigo. ¡El gato se llamaba Marcelo! Por fin conocía el nombre del felino que me había impactado desde mi primer día allí. Me reí. Claudia me ofreció una taza de chocolate oaxaqueño y una torta con cajeta digna de un banquete de dioses. Me preguntó mi procedencia y sobre de mi estancia en D.F. Cuando le dije que era española y que estaba haciendo una tesis sobre el libro Los detectives salvajes de Roberto Bolaño, se emocionó. Me contó que años atrás había emprendido los estudios de Literatura Latinoamericana en la UNAM, que por cosas de la vida había tenido que dejar la universidad, y que Bolaño, sin duda, se encontraba entre sus predilectos. Lo dijo con tal tono mezcla de entusiasmo y añoranza, que me invitó a preguntarle sobre su marcha de la universidad. Parecía que llevaba tiempo sin tener una charla larga con alguien, y rápidamente me contó su vida como un libro abierto:


-Desde muy chiquita siempre tuve el sueño de ser maestra de literatura, mija. Los libros siempre habían sido un refugio en mi vida y yo quería poder transmitir esa sabiduría a todos los niños de la república mexicana. Comencé la carrera tan motivada que casi me cobraban renta en la biblioteca de mi facultad: pasaba horas y horas leyendo. Apenas tenía tiempo para mí. Porque cuando no estudiaba, trabajaba en la cafetería de mi vecina. Está aquí cerquita, en esta misma colonia Condesa. ¿Conoces la calle Chilpancingo? Ante lo que afirmé. Pues allí. Todavía la lleva Rosita, así que ya iremos un día, te aseguro que ponen las mejores enchiladas en salsa verde de todo el Distrito Federal.

Mi familia no veía bien que yo estudiara ya que los ingresos en casa eran escasos, y tenía que ganarme el jornal para poderme pagar los estudios. Acababa exhausta, pero me daba igual. Era tan feliz que no me importaba dormir cinco horas, agarrar un pesero desde la casa de mis padres hasta la universidad que tardaba casi dos horas de recorrido ya que mi familia vivía en una vecindad muy lejos de Ciudad Universitaria. Hasta que de pronto lo conocí a él, me enamoré como una tonta y en un visto y no visto llegó Pancho, nuestro primer hijo. Y claro, era imposible compaginar su cuidado, el trabajo en la cafetería, y la universidad. Además, el muy pendejo de Alfonso (así parecía llamarse su amante), se las ingenió rápidamente para sacarme de la universidad. Luego vendrían Guadalupe, Esteban y Valeria. Y mi sueño de ser profesora rápidamente quedó menguado a cambiar pañales, servir cafés, y prepararle la cena a mi marido. Aun así era feliz. Tenía una familia encantadora y podía restar horas de sueño para leer. Transcurrieron varios años y Alfonso conoció a otra. De la noche a la mañana nos abandonó, sin tan siquiera llevarse sus cosas. Gracias a dios que mi madre pudo ayudarme con los niños. Fueron tiempos horribles, cariño. ¿Tú tienes novio?


Ante mi negativa, me dijo que hacía bien y que ni se me ocurriera dejar mis estudios por un amor. Concluyó su relato contándome que con el tiempo sus hijos habían crecido y se habían independizado, y que ella había encontrado un trabajo de portera en este edificio. Trabajo del que se sentía orgullosa y presumía de conocer a todos y cada uno de los vecinos como la palma de su mano y de haberles sacado de un apuro en más de una ocasión.

La verdad es que las condiciones en las que vivía eran bastante precarias: en menos de 20 metros cuadraros se apilaban decenas de libros, una televisión, un sofá cama repleto de cobijas, una pequeña cocina con hornillo, una mesita de madera, dos sillas, una cómoda, varias plantas un cuadro de la virgen de Guadalupe, fotos de su familia, y unas figuras de no sé qué santos. Todo lleno del particular sello de Marcelo: su pelaje cano.


Desde ese día pasé horas y horas conversando con Claudia. Era un auténtico libro humano, y de ella aprendí más que de varios profesores de mi tesis. Charlábamos sobre una infinidad de cosas: algunos días me contaba chismes de los vecinos, otros me sorprendía con agua de canela y chiles en nogada, discutíamos sobre literatura y siempre me decía que tenía que presentarme a su hijo Esteban, que era algunos años mayor que yo, pero que “era todo corazón”. Eso sí: “que ni se me ocurriera llevármelo conmigo a España”.

Pasaron los días, las semanas y los meses, mi estancia en México llegaba a su fin. Cómo iba a añorar el característico colorido del país que hacía eco en su artesanía, en sus murales, en las tonalidades piel de su heterogénea población, en sus fachadas coloniales, en su baraja de cartas, en el folclor de su ropa chenteña, en las piñatas que rebosan los puestos de sus mercados... Ese colorido era el reflejo de su alma; un alma que incluso colmaba de armonía el característico caos chilango.

Claudia se había convertido en la mejor compañera que había podido encontrar en mi aventura: era una fuente inagotable de sabiduría. Y me había descubierto cada rincón de la geografía mexicana a base de descripciones y leyendas.


Recuerdo a la perfección el día de nuestra despedida. No fue a media tarde como habituaban nuestros encuentros, sino al alba de una mañana de invierno. Yo no había pegado ojo, pues la despedida con mis profesores y amistades mexicanas se había prolongada hasta bien larga la noche a base de tequilas y pulque. Terminé la maleta, y me tumbé sobre la cama. Las imágenes de mi estancia pasaban por mi cabeza como en esas cámaras de fotos de plástico que mis abuelos me traían de regalo de sus viajes. En cada una de ellas, o al menos, las más relevantes, aparecía Claudia con sus características trenzas y su sonrisa. No pude contenerme, y pese a ser las cinco de la madrugada, subí las escaleras que me conocía de principio a fin y me dirigí a nuestra azotea. Las luces de los coches y las camionetas de los trabajadores se proyectaban desde la calle y hacían la escena algo menos sombría. Cuando estaba llegando al cuarto de Claudia, vi que su puerta se abría y como por arte de magia aparecía ella. Ante mi cara de asombro al verla despierta esperándome, me dijo: mi niña, no olvides que una servidora es portera y lo sabe todo acerca de sus vecinos. Me confesó que ella tampoco había pegado ojo en toda la noche. El olor a café de olla se colaba por su portón y rápidamente me invitó a pasar. Un olor que desde esa madrugada se instalaría en mis fosas nasales para no abandonarme jamás. Era nuestro último desayuno, pero Claudia logró, como siempre, darle una nota de color y alegría. No recuerdo exactamente de lo que hablamos. Una conversación propia de dos personas que pese a todo, parecen meras conocidas y prefieren hablar de banalidades para obviar la despedida tan presente en el ambiente. Claudia se levantó y me dio una caja. En su interior encontré una primera edición de Los detectives salvajes y frente a mí unos ojos que me miraban con la ilusión propia de una niña con zapatos nuevos. Sus páginas levemente amarilleadas despedían el olor propio de la sabiduría; esa fragancia de unas hojas ya leídas, pero tratadas con meticulosidad. Le pregunté ensimismada que dónde lo había encontrado, que si en alguna tienda de coleccionistas o en algún bazar. Ella sonrió. Me dijo que era suyo, que lo había conseguido hacía unos años en un anticuario de Tepito, lo había vuelto a leer y desde entonces lo guardaba como oro en paño, pero que había llegado la ocasión de ‘desempañarlo’.


Le di semejante abrazo que por unos instantes pasó por mi cabeza perder el avión y quedarme junto a ella. Lloramos, ya lo creo que si lloramos, pero Claudia, con su característica serenidad me secó las lágrimas y me dijo:

-Nuestras almas ya están unidas de por vida. Ahora regresa a España y acaba tu carrera. Vuelve, pero aunque seas doctora, vuelve con la misma curiosidad y las ganas de conocer que cuando nos conocimos. Aquí siempre vas a tener una viejita cuidando de tu México y ofreciéndote las puertas de su casa. Sé feliz y prioriza siempre tus aspiraciones. Te quiero mucho, bonita.

Yo apenas recuerdo lo que le dije, tenía tal mezcla de sensaciones, que mi cabeza era un torbellino a punto de explotar. Acaricié a Marcelo, y salí de ese trastero convertido en hogar con la sensación de haber crecido, por lo menos, diez años más.


Nadie me había disparado ni secuestrado. De hecho, había logrado salir ilesa del país del narco y la santa muerte; sin embargo aquel último día sobre suelo mexicano notaba como si un sacacorchos intentara extraer con entereza mi corazón. La presión era tan ingrata que sentí desfallecer en ese maldito aeropuerto que se había convertido, en casi una colonia más fruto del desmesurado crecimiento inmobiliario de la urbe que no conoce horizontes. La agonía era tal que mi organismo sólo pudo defenderse de la única forma que le habían enseñado desde el día en que vine al mundo: llorando. Un coctel molotov de nostalgia, rabia e impotencia se fusionaba con un rostro repleto de pecas que parecían haberse convertido en un campo de minas. Allí estaba lidiando mi propia batalla. No había ejército enemigo. La soledad era mi hostil rival. Sólo podía seguir un camino: el de la puerta de embarque con destino Madrid Adolfo Suarez Barajas.


Cual espectro moribundo cargué con la maleta y al ver el lazo rojo, verde y blanco que llevaba como símbolo identificativo tomé un suspiro y sonreí. Mi facha debía ser tal que una pareja de ancianos poblanos se acercó para ver si me encontraba bien y preguntar si me había perdido de mis padres. Me sequé las lágrimas con las mangas de la chupa de cuero negra (único uniforme del que estaba provista para sobrevivir al inminente frió de mi llegada), les sonreí y respondí con un: no, muchas gracias. Pero claro, todavía estaba en territorio amigo, y la pareja se mostró dispuesta a sacar cada una de mis lágrimas a golpe de camotes y ollitas de tamarindo. Meses atrás había llegado desconfiando de todo aquel que se cruzara en mi camino y ahora hablaba hasta con cualquier tarado proveniente de la Casa de los Ángeles (un misterioso centro de terapias alternativas muy conocido en mi distrito). La experiencia así me lo había demostrado.


Aún quedaban cuatro horas para que mi avión partiera. Así que la entrañable pareja, como buenos mexicanos, se dedicaron a calmarme y a contarme todo tipo de entresijos familiares. El señor llevaba una camisa de franela, por lo menos tres tallas mayor, que entre dejaba ver un cuerpo escuchimizado de tez morena, que pese a las arrugas características de un hombre de su edad mostraba un brillo inusual. A pesar de su imagen descuidada, el blanco del cabello que se divisaba tras su boina me decía que era un hombre ‘de bien’. No tardó en contarme que había sido uno de los cardiólogos más importantes de su tiempo, que sus tres hijos varones también se dedicaban a la medicina y que, de hecho, el mediano ejercía en no sé qué clínica de Madrid. Incluso me dieron la tarjeta con su nombre y dirección, haciendo guiño de su soltería:

-Para lo que necesites, damita. Que Madrid es muy grande y siempre es bueno tener familia. Además nuestro Gerardo tiene una casa muy grande en el barrio de Chamberí y seguro que te ofrece recámara. No tengas pena en llamarlo si necesitas cualquier cosa, me dijo la señora.

Sé que esta situación puede sonar surrealista e incluso un tanto celestina. Pero saliendo de la boca de un mexicano, sólo podía significar gratitud. Ni qué decir tiene que lo último que se me pasó por la cabeza al llegar a España fue llamar a su preciado galán. Guadalupe, debía haber sido toda una femme fatal en sus años, pues todavía hoy, (andaría en sus ochenta y tantos), lucía sus joyas como una auténtica Rosita Quintana e iba de una tienda a otra en busca de perfumes y algún que otro lingotazo.

- Tengo que gastar todos los euros que me quedan, bonita, que luego tenemos una caja llena de monedas de los países que hemos visitado y no sirven más que para hacer estorbo, me decía mientras iba de un lado a otro. Ya le digo yo a mi Francisco que el dinero está para gastarlo.

Francisco bastante tenía con no perder de vista a su algo extraviada pero enternecedora esposa, cuya pista a veces sólo lograba alcanzarse por el sonido de sus tacones. Y mira que no hay lugar más incómodo que un aeropuerto para andar con semejantes zancos, nunca entendí a las señoras que hacen de las cintas movedizas su particular pasarela. Pero hay que reconocer que Guadalupe los lucía con una gracia especial. Era chaparrita como ella sola, pero sus vaivenes de estrella del cine y su estampa de abuela de anuncio la convertían en el ser más adorable del aeropuerto. Acabaron ofreciéndome su dirección por si regresaba a su país, me apapacharon y despidieron con un refrán típico: “El que nace pa’ tamal, del cielo le caen las hojas”.


Resultaba gracioso como la voz de aquel matrimonio había logrado calmarme. Ya no había vuelta atrás. Me dirigí hacia la puerta de embarque, quedaban 20 minutos para que el avión despegara. Agarré un diario Reforma y me puse a la cola. Tenía una sensación agridulce. Poco a poco todo empezó a ser más frío. La calidez mexicana se perdía en la cola de embarque y se difuminaba entre un grupo de universitarios españoles que presumía del número de mexicanas a las que se había ‘tirado’ en Acapulco. Hice de tripas, corazón al mostrar mi pasaporte y tan siquiera le di las gracias a la azafata cuando me lo devolvió. Arrastré la maleta de mano como si llevara dentro cuatro mastodontes y me adentré en el avión, sin hacer caso de las indicaciones.


¡Me había tocado la ventanilla! Solté mis bultos y me desplomé en la butaca casi esperando el apocalipsis. Estaba anocheciendo. Sufrí vértigo al ver que mis pies ya no pisaban suelo chilango, y que probablemente tardarían mucho tiempo en volver a recorrer su asfalto. Me pegué a la ventanilla como si me fuera la vida en ello, hasta que las lágrimas y el vaho me imposibilitaron la visibilidad. Sentí como mi corazón agonizaba desde que aquel avión con destino Madrid empezaba a desplazarse por las pistas del Aeropuerto Benito Juárez. Pero fue en el momento de despegue cuando sentí por primera vez en mi vida lo que era tener el corazón roto. Hecho pedazos. Respiré. Todo había pasado. Pero no. Mi cuerpo empezó a agrietarse; a desquebrajarse. Miré a mi alrededor presa del pánico pero nadie parecía inmutarse.


Era como si mi ser sintiera pertenecer a ese entresijo de músicos ambulantes que me habían deleitado con su música, a las vendedoras callejeras que se habían convertido en auténticas musas, a los comerciantes de los mercados que me habían seducido a son de ‘güerita’ ofreciéndome no sólo productos mexicanos, sino un sinfín de chismes; a los chóferes de Uber con los que me había tocado intercambiar itinerario y narraciones propias de un guía; a todos y cada uno de los mexicanos que habían sido la pieza clave de mi aventura, y especialmente a Claudia. Un México que había podido conocer de verdad, y que ahora podía relatar desde sus entrañas gracias a las conversaciones diarias de personas que pese a su anonimato, habían sabido plasmarme la esencia de un México, que ahora podía calificarlo como mío.


Y es que según iba traspasando la monstruosa ciudad en la que había pasado los tres últimos meses de mi vida su inmensa antorcha parecía no cesar; ni el ocaso era capaz de atenuar su vivacidad, iluminada por las almas de una ciudad en la que cuyos habitantes todavía tienen sueños. Pedí una copa de vino para hacer más llevadero el sueño, me acurruqué y en mi mente se iluminó una frase de Chavela Vargas: “Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida."


Y yo había amado hasta el último resquicio de la vida en México.



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