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Sucedió en Sarajevo I: Hamida Surze.

El hogar en el que estoy alojada es un respiro de paz y diafanidad. No hay un sólo ángulo de esta habitación por el que no penetren los rayos de luz de un sol cuya virginidad se mantiene intacta. En España siempre hemos sido famosos por tener una de las mejores y más abundantes radiaciones del planeta, pero eso es porque la inmensa mayoría del mundo mundial no ha venido a este rincón del mundo por el que se desliza el Miljacka. Un microcosmos, de alguna manera aislado, por un saco de prejuicios e inopia generalizada. Nunca una luz fue tan clara como para sosegar este monzón metafísico.

Escribo mientras siento la fortuna de mi ser en mitad de un paraíso de colinas de color verde veronés, casas alpinas, chimeneas de ladrillo, aroma a té moruno, cantos de gallinas y susurro de mezquita.

El resto de huéspedes aún duermen. Comparto el alba de un dominical 22 de agosto con Pasha, el perro familiar, cuyo nombre hace honor a un gran visir otomano que gobernó Herzegovina, y que según me contaron mis 'hosts', tenía fama de poseer un carácter un tanto recio. Supongo que de ahí su apelativo, y es que, pese a su apariencia enclenque, sólo consigo silenciar sus ladridos al ofrecerle un trozo de mi recién horneado pereci. Parece que el tiempo no pasa. O puede que el momento sea tan perfecto que mi mente haya decidido inmovilizarlo. Es como si en este mirador estuviera inmersa en el mundo de ficción creado por Johanna Spyri. Los Alpes Dináricos se han transformado en los Alpes suizos y mi mirada es tan pura e inocente como la de Heidi. Los picos montañosos que rodean Sarajevo hacen que esta urbe tenga un talante bucólico, únicamente quebrantado por miranetes, alguna que otra cúpula de algún templo ortodoxo y la huella gris soviético en forma de bloque de arquitectura social que parece querer rozar el cielo.

Podría aguantar estoicamente ante este idílico silencio, únicamente menguado por la llamada a la oración de las mezquitas colindantes.


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