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El agaporni acechante

Mi reino por un torrezno soriano.


Ese maldito agaporni quería arrebatarme mi torrezno soriano. Podía ver la oscuridad de su alma reflejada en aquellas dos cavidades negras que no apartaban la mirada de mi banquete. Cada vez que aquella delicia de tocino asada rozaba mis labios, el pájaro africano quedaba poseído. Es todo un ritual:

Primero viene su pose de muestra dominada por el instinto de un perro que ante la pieza de caza, la apunta con su morro en una estoica posición, como si le fuera la vida en ello.

Cuando mis papilas gustativas se preparan para la fiesta del crujiente y el dorado gracias al manjar del gorrino, el agaporni comienza a hacer movimientos circulares un tanto intimidantes contorsionando el plumaje dorado de su cuello. Arranca su particular Blitzkrieg.

Su corta y redondeada cola empieza a desplazarse de arriba hacia abajo a modo de justiciero látigo con el que azotarme. Es más, parte de su plumaje verde y anaranjado se desprende a modo de misiles que, casi, alcanzan su objetivo: mi tierno y magro tocino.

Es entonces cuando entra en acción el cara a cara: lo miro desafiante chuparreteando el elixir de grasa que corre por mi dedo índice. El agaporni saca su antifaz de camuflaje y se enmascara cada ojo rodeado de un anillo blanco grande. ¿A quién pretendes asustar, lorito de pacotilla?

Y de repente, su pico magenta empieza a desgarrar el acero de la jaula que lo custodia.

Llegados a este punto debo añadir que me encuentro en una taberna situada en la comarca de Pinares, al pie de los Picos de Urbión caracterizada por la bestialidad de sus autóctonos: los llamados visontinos. Empiezo a asustarme, cuando uno de sus aborígenes de raíces pelendonas y celtíberas aparece en escena:

-Chiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiica, que tas quedau atonta' mirando al pajarucho ese. ¿No te dará miedo el lorito del amor? ¡Hay que ver como sois los forasteros! Dale un cachito de 'torreno' y verás que rápido os hacéis amigos.

Hago ademán de mis vagos conocimientos de griego, y me doy cuenta de que su nombre genérico viene de agape (amor), y ornis (ave), es decir: ave del amor. Madre del amor hermoso.

La batalla todavía no está perdida. Decido pedir otra ración de torreznos para que el pajarito vea quien es la que manda. Me acerco a la rústica barra, que bien podría haberse saltado varias décadas de controles de sanidad, cojo el plato y camino contoneándome hasta mi mesa. El agaporni lanza unos chillidos un tanto irritantes. Me siento, lo miro de reojo y deposito el plato lo más cerca posible de su jaulucha.

-Están buenos eehhhh. Pues no te pienso dar ni uno.

El lorito africano por fin se decide a atacar: infla el cuello y desde su buche eyacula una mezcla de alpiste y saliva que logran alcanzarme. Se balancea sobre su columpio regodeándose de mí. Decido dejar el plato junto a su jaula para que el untuoso aroma de la fritura le penetre por el agujero que tiene a modo de fosa nasal. Una muerte lenta y dolorosa.

Me levanto, le lanzo una última mirada de superioridad. Que se note cuál de las dos es la especie evolucionada.

Cuando me doy media vuelta para salir de la taberna, el muy execrable me grita:


-PUTA.


Lo peor de todo es que por el amarillo de su abdomen, su frente anaranjada y su ancha pelvis, puedo intuir que se trata de una agaporni hembra.

Está claro que el feminismo y la gramática española no se llevan bien. Las palabras no son inocentes y el insulto es lo más parecido al gruñido (en este caso al chillido) que nos queda de nuestra animalidad. ¿Quién le enseñaría a esta pajarita a usar el nombre de una profesión como un insulto? Porque queridos y queridas: puta no es un insulto, puta es un oficio.






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