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Trois souvenirs de ma jeunesse: un relato de relatos

ATENCIÓN: Contiene SPOILERS a diestro y siniestro.

Siempre me ha apasionado el cine, pero en los últimos meses he devorado una cantidad ingente de séptimo arte a modo de terapia anti desidia en la ciudad donde nunca pasa nada. Me han maravillado, emocionado e incluso hecho sentirme identificada varios de los filmes, pero Trois souvenirs de ma jeunesse me ha dejado boquiabierta; ha sido un punto y aparte. Está claro que cada película tiene una estética, una historia, un guión que las hace únicas. Pero en esta ocasión ha ido más allá, es difícil de explicar, pero no me esperaba un largometraje así en los tiempos que corren; una película que me ha evocado a Truffaut y la Nouvelle Vague.


La obra es un cortejo de recuerdos a base de largos flashbacks que se despliegan como una exploración lúdica de las heridas emocionales a modo de telón de fondo. Como si de un patchwork se tratase, estos recuerdos de sueños están tejidos de manera tan nebulosamente sensorial que acaban bordando un mensaje del subconsciente, un territorio que recuerda a la Odisea de Ulises, y que, su director, Desplechin retoma recuperando el personaje de Paul Dédalus que había creado ya en 1996 con Comment je suis disputé.


Con un comienzo –que no ofrece ninguna profecía de cómo se vertebrará la historia- en el que el protagonista (Paul) regresa a Francia tras veinte años de peregrinaciones por el mundo para ejercer su profesión de antropólogo. Se podrán distinguir tres partes, a modo de capítulos. En el primero recuerda su infancia en un pueblo del norte de Francia.

Seguiremos las andanzas de Paul entre sus 16 y 21 años, el suicidio de su madre, la mala relación con su padre, sus estudios en París, las desventuras con sus amigos y familiares y, sobre todo, su apasionado y conflictivo romance con Esther.

Llega el episodio en el que se ve su comportamiento desprevenido, fruto de su tormentosa infancia. Un Paul que prepara fiestas en su casa, sede de alcohol y drogas. En la que se ve una imperante estética ochentera que pese a pertenecer a un mundo un tanto burguesito, su dirección artística, su fotografía y vestuario me han hecho caer rendida a sus pies. Eso sí, hay ocasiones –como la escena en la que el hermano hace de DJ- en que la película pierde su tono elegante pero sin ostentaciones y se vuelve un tanto presuntuosa y poco verosímil a modo de gran fiesta teenager en la que prima la fotografía que la realidad. No obstante sus trasgresores pensamientos los mueven a un escenario un tanto marginal que dota a la película de ese punto tan auténtico y real.


Pese al contacto del joven con la URSS en una red de expatriación de espías de los judíos soviéticos, sus episodios neuróticos, la relación con sus padres y la falta de afecto en la etapa de desarrollo –que serán imprescindibles para comprender al Paul adulto-, el AMOR es la espina dorsal de la película.


Este amor será el protagonista del tercer capítulo que lleva el mismo nombre que su amada: Esther, interpretado por Lou Roy-Lecollin, como el gran amor de juventud de Paul. Como todos los grandes personajes, Esther aparece poco a poco, dejando ver una imagen equivocada de su persona que no se corresponde con la visión que hemos formado de ella cuando aparecen los créditos finales.


Paul y Esther se convertirán en dos extremos que se tocan y se entienden como nadie más puede entenderlos; tan diferentes y extraños como son el uno del otro, sabiendo que sus caminos, perpendiculares por fuerza, terminarán por juntarse de manera pasional e inevitable por su misma naturaleza.

Ambos dos comparten una visión del mundo como algo ajeno, viven a la deriva esperando que un golpe de suerte vuelva a unirlos y separarlos. Y parece que lo único que realmente da sentido a sus vidas; lo único por lo que están vivos es el amor –en ocasiones enfermizo- que el uno siente por el otro, ya que sólo en sus encuentros parecen encontrar algo de estabilidad emocional a sus vidas. Un Paul que parece tolerar todo lo que proviene de su amada y una Esther al borde de la más frenética dependencia de Paul, que acabará por someterla a estados de absoluta negación, ante la cual se dedicará a flirtear –y no sólo flirtear- con diestro y siniestro ¿a modo de medicina? contra el vacío existencial y los obsesivos pensamientos que se reflejan en la correspondencia epistolar que ambos enamorados se escriben diariamente, como motor para sobrevivir.



Si hay algo que me ha fascinado es la elegancia con la que es tratada el filme, que nos regala una sucesión de hermosos planos evocadores del París de las pasiones juveniles, que tanto me recordaban a la Nouvelle Vague. Aunque trata todos los códigos posibles del cine: drama familiar, thriller de espionaje de la antigua URSS, relato novelesco de iniciación, retrato de una generación marcada por la caída del Muro de Berlín (momento que incluye el filme a través de la pantalla de los adolescentes), pero sobre todo, una historia de amor, que aunque idílica y llena de ires y devenires, es una de las más puras que he visto en la gran pantalla.


Paul, el protagonista está siempre allí y en otra parte intentando encontrar su camino, su personalidad, un equilibrio que parece haber saciado en cierta parte en su carrera como antropólogo. Lo que está claro es que este amor joven le marcará a lo largo de toda su vida, como puede verse en una de las escenas finales en un reencuentro con un viejo amigo de la infancia, que también había sido amante de Esther. La ira estallará de una manera tan explosiva ante el encuentro con su ‘enemigo’ que podrá comprobarse que el carácter permisivo y un tanto sosegado de Paul, aún se estremece por la que fue su amante durante la adolescencia.


La manera en la que este amor joven les marca la vida es, sin duda, abrumadora. Una historia que dota a la cinta de un aspecto inaprensible, como una búsqueda de eternidad a través de la extrañeza de la vida. A todo esto hay que añadirle unos planos magníficos, una técnica visual que, en ocasiones, muestra el film a través de una cámara y un original formato a través de capítulos que no intenta forzar una estructura demasiado formal al flujo de recuerdos, sin olvidar del talento de los debutantes Quentin Dolmaire y Lou Roy-Lecollinet.


Un cuidado discurso que teoriza sobre la probabilidad del amor total en la vida del hombre, a través de sus acciones de juventud y sus reflexiones de madurez, ambas superpuestas por la vía de la narración en off. Como si por la ley de la memoria histórica emocional el recuerdo de ambos amantes se hiciera eterno. Preciosa y de algún modo reconfortante película, que se cierra con la mirada directa de Esther a la cámara, a nosotros, en un gesto de complicidad y advertencia.


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