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Historia incompleta

Capítulo I

Versículo 13


Deambulaba sola. Ni los chuchos de la perrera sentían envidia de mí. Ellos tienen esperanza, una buena mata de pelo y pienso fabricado con entrañas de roedor. Yo sólo tenía una cámara, unos dólares que en ese país sólo servían para jugar al Monopoly, y unos labios pintados de color burdel.

Andaba sin rumbo fijo, pero joder, siempre acababa dando vueltas sobre aquel edificio de fachada victoriana que ocupaba toda una cuadra. Me senté en el suelo y quedé ensimismada observando el trazo que dejaban los excrementos de las palomas en una de las vidrieras del fantasmagórico edifico. Ni sé cuánto tiempo estuve mirándolo. Me puse a divagar sobre las formas que dibujaban. La escena me recordaba al típico fotograma en el que un psicólogo pregunta a un niño lo que ve en unos papeles con sombras negras. Tal cual. De pronto la ventana se abrió. En cualquier otra ocasión hubiera apartado mi mirada, pero era tal mi afán de merodeo que decidí batirme a duelo de miradas con el sujeto que se asomó a través de ella. Lo primero que llamo mi atención fue la gran cantidad de vello que se asomaba por su pecho, sutilmente oculto tras una camiseta de tirantes igualita a las que usa mi abuelo como ropa interior, salvo que esta parecía estar amarillenteada por la lejía u otra cosa peor, vete tú a saber.

El tipo en cuestión rondaría los treinta y muchos. Parecía necesitar una bocanada de aire fresco, aunque los 40º que se respiraba en la calle tampoco es que le ayudasen mucho. Desde mi perspectiva no podía ver mucho más, se notaba que estaba exhausto. Aproveché para tomarle una foto. Siempre me habían gustado las típicas escenas costumbristas y su figura gozaba de una esperpéntica facha mezclada con la majestuosidad del edificio. Hice ademán de mi voyeurismo de andar por casa y al disparar, la cámara se reveló contra mí; el carrete debía haberse salido de su ruta, porque el pulsador estaba encasquillado sin motivo aparente. Debí quedarme un buen rato tratando de solucionar el problema en dirección a su ventanal, porque cuando alcé la mirada el susodicho se había dado cuenta de mi presencia, y al contrario de ruborizarse, permanecía estoicamente anclado en el alféizar, como si estuviera posando para mí. Al ver la escena fui yo quien se ruborizó. Aparté la mirada y me metí en el primer bar que encontré tratando de huir de aquella escena de cazador cazado.

Maldita sea, tan sólo llevaba dólares. Tenía tanta sed que decidí pedir un café de olla con whisky irlandés y hielo, ya me las apañaría después para pagar. Me lo tomé de un trago. Estaba en un antro con una barra en la que reinaba la salmonelosis, una atmósfera cargada de humo de puro barato, posters de antiguos equipos de fútbol, reliquiarios de vírgenes y escenas de corridas de toros sobre las que parecía haberse derramado la grasilla del tocino y un camarero que tenía gomina por cuero cabelludo.

Me giré para observar el panorama: varios carcamales jugaban a las cartas y chupaban pulque, todos ellos de género masculino. Pregunté por el servicio de chicas. El engominado me dijo que estaba estropeado. Ante mi gesto de frustración, uno de los veteranos del bar se ofreció a dejarme usar el de su casa. Dijo que vivía en el edificio de enfrente y ya de pasó me pagó el café. No podía rechazar su invitación y la verdad es que andaba por esa ciudad cual alma en pena. Si intentaba forzarme a algo estaba claro que el octogenario estaba en las de perder, además tenía una cara que inspiraba confianza. Así que le dí las gracias y salimos del antro.

Paco, que así se llamaba mi nuevo amigo, vivía ni más ni menos que en el edificio en el que había tenido el percance con el chico de la ventana. Entramos a través del pórtico, no había ascensor, así que subimos andando las cinco plantas.


Escena de un bar de la ciudad de Morelia, Michohacán. Paula Gil Ocón



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