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Dolor: m. Del lat. dolor, -ōris.

Cap 1.


Se necesita del dolor para saber que estamos vivos. También se necesita del dolor para aprender.


De niña aprendí que no debía caerme al suelo, pues eso generaba una hemorragia en mi rodilla, un agujero en mis leotardos y la consecutiva bronca de mi madre. Todo ello me dolía. Era como si a base de ostias, y perdón por la expresión, dejara de corretear y fantasear, para prestarle atención al adoquinado. Puede que las broncas de mi madre fueran tales que acabara por tratar de caminar sigilosamente sin levantar la mirada del suelo como si me fuera la vida en ello evaluando una a una las baldosas grises del entramado de esa ciudad. Ni te imaginas lo apasionante que puede llegar a resultar el estudio de la superficie terrenal. Entre mis hallazgos arqueológicos, poco a poco, se fueron acumulando pesetas, tazos, un ticket con la imagen de una chica desnuda que no entendía muy bien su valor, colillas de cigarros con las que, bajo mi infantil ingenuidad, pensaba salvar al mundo del gigante del cáncer de pulmón (no me preguntes porqué, pero sospechaba que aquellos restos de nicotina actuaban cual minas quita vida). Mi baúl fue creciendo tanto que se incorporaron mecheros, un casete de Ella Baila Sola, un guante verde turquesa con un pato bordado, piezas de puzle que parecían pertenecer al rosto de la Mona Lisa, y un sinfín de tesoros, que guardaba en mi alcoba como oro en paño.


Un día cuando llegué del colegio mamá tenía cara de malas pulgas. Pensé que sería por una de sus rutinarias discusiones con papá. Pero no. El motivo era yo. Me llevó hasta la basura y me gritó qué cómo era posible que guardara semejante foco de infecciones. Que no sabía que había hecho ella para tener una niña con síndrome de Diógenes, que qué tenía en la cabeza para acumular toda esa basura. Acto seguido me dio un tortazo. Me dolió. Ya lo creo. Pero no sé qué me produjo mayor dolor: si la sensación física del golpe, o la emocional, por la pérdida de aquellos tesoros templarios.


No entendía nada. No podía ir por la vida correteando por los Cerros de Úbeda, porque entonces corría el riesgo de caerme con su correspondiente dolor. Y tampoco podía ir a tientas, evaluando cada adoquín como si de Indiana Jones se tratase, porque también corría el riesgo de encontrarme alhajas dignas de coleccionista, que más tarde mi madre tiraría a la basura sin ningún tipo de reciclaje para más INRI –los noventa no eran muy environmentally friendly que digamos-. Al final el resultado era el mismo: dolor.


Así que ese sustantivo masculino –eso me había enseñado la profe- se convirtió en una gran ambigüedad para mí. Por un lado estaba la “percepción sensorial localizada y subjetiva que puede ser más o menos intensa, molesta o desagradable y que se siente en una parte del cuerpo”, y por otro el “sentimiento intenso de pena, tristeza o lástima que se experimenta por motivos emocionales o anímicos”. Eso ponía en mi diccionario. Había experimentado los dos y no sabía cuál dolía más.


Cap 2.


Con el paso del tiempo fui experimentando nuevos ejemplos de dolor que fueron incorporándose a mi diccionario personal. Pero sin duda alguna, el ranking de mi tormento lo ganaban las pérdidas: no soportaba perder alguna amiga o algún que otro amor de instituto. Crecí y me hice más selectiva. Es un hecho que a nadie le gusta perder gente, pero por una razón u otra a mí me bastaba con muy poca. No es que me bastase con muy poca, es que más bien, me era indiferente mucha. O lo que es lo mismo muy pocas personas de mi alrededor gozaban de mi sello de perpetuidad.


Cap 3.

Entre estas se encontraba él. Lo sabía de primera mano. Le conocía de hace años y aunque nuestra relación había pasado por etapas un tanto variopintas, al final habíamos establecido un acuerdo de mínimos con la existencia.


Ya no había fachadas ni máscaras: ambos nos mostrábamos desnudos el uno ante el otro. Y sería en esa transición en la que ambos seres tan sumamente humanos pudimos comprender la predilección que el uno sentía por el otro. En primera instancia quise anteponer nuestra amistad a ser algo más. Le dije que era demasiado valioso como para que al final acabara perdiéndole a el y a su esencia. Porque yo ya conocía este tipo de finales. Y aunque sonara a la típica excusa, es cierto, prefería disfrutar de su mente que de una –o varias- noches impúdicas que puede, que al final acabaran en romance. Y una ya sabe cómo acaban los romances: pues eso, acabando.


Acabaron dándose las circunstancias para que la predilección que teníamos el uno por el otro fuera un paso más allá. Me mostró su alma: la más delicada y pura, digna de ser narrada. Y yo me sumí en ella en un estado de profunda abstracción. Al final de nada sirvieron los mecanismos de contención. Ya no éramos él o yo, éramos nosotros.


Cap 4.

Ahora, tras un gran camino emprendido por aquella niña de culo inquieto que conoció el significado del dolor a raíz de una herida en su rodilla y a la pérdida de aquel particular tesoro, había añadido un nuevo significado a su diccionario. El dolor que sentía era equiparable a la pérdida de un brazo, y es que había perdido parte de su esencia, de su persona. Había perdido no sólo un amante, o un amigo, había perdido parte de su alma; la parte que compartía junto a él. El hueco de su persona que había ocupado él hasta el momento estaba vacío, sin vida. Ahora en su lugar empezaban a instalarse pequeñas y voraces criaturas que chupaban de su corazón. De nada servía ya tratar de abrir la puerta que había abierto una y mil veces. Había entrado al cuarto apagado, el menos florido de todos los camposantos, y la salida se divisaba espinosa.


Del dolor se aprende, claro que se aprende. Una nunca llega a saber lo que le falta hasta que le duele tanto que le hace supurar.



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