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El último perro romántico

Mientras leo extasiada Los detectives salvajes de Roberto Bolaño recurro a su tercer libro de poesía, Los perros románticos, que me remite a García Madero y todo su univeso chilango que transcurre en los primeros episodios de la novela.

LOS PERROS ROMÁNTICOS

En aquel tiempo yo tenía veinte años

y estaba loco.

Había perdido un país

pero había ganado un sueño.

Y si tenía ese sueño

lo demás no importaba.

Ni trabajar ni rezar,

ni estudiar en la madrugada

junto a los perros románticos.

Y el sueño vivía en el vacío de mi espíritu.

Una habitación de madera,

en penumbras,

en uno de los pulmones del trópico.

Y a veces me volvía dentro de mí

y visitaba el sueño: estatua eternizada

en pensamientos líquidos,

un gusano blanco retorciéndose

en el amor.

Un amor desbocado.

Un sueño dentro de otro sueño.

Y la pesadilla me decía: crecerás.

Dejarás atrás las imágenes del dolor y del laberinto

y olvidarás.

Pero en aquel tiempo crecer hubiera sido un crimen.

Estoy aquí, dije, con los perros románticos

y aquí me voy a quedar.

AUTORRETRATO A LOS 20 AÑOS

Me dejé ir, lo tomé en marcha y no supe nunca

hacia dónde hubiera podido llevarme. Iba lleno de miedo,

se me aflojó el estómago y me zumbaba la cabeza:

yo creo que era el aire frío de los muertos.

No sé. Me dejé ir, pensé que era una pena

acabar tan pronto, pero por otra parte

escuché aquella llamada misteriosa y convincente.

O la escuchas o no la escuchas, y yo la escuché

y casi me eché a llorar: un sonido terrible,

nacido en el aire y en el mar.

Un escudo y una espada. Entonces,

pese al miedo, me dejé ir, puse mi mejilla

junto a la mejilla de la muerte.

Y me fue imposible cerrar los ojos y no ver

aquel espectáculo extraño, lento y extraño,

aunque empotrado en una realidad velocísima:

miles de muchachos como yo, lampiños

o barbudos, pero latinoamericanos todos,

juntando sus mejillas con la muerte.

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