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Déjà vu



Y allí en el séptimo piso de un bloque de hormigón al más puro estilo soviético vivía su particular episodio. En la más rococó –que no bizarra- de las habitaciones (por no llamarlo encantador cuchitril) yacía junto a sus bártulos, algún que otro lienzo y carboncillos –muestra no sólo de su carrera de Bellas Artes sino también de su gran sentido de la sensibilidad- en contraposición al glamour en forma de cachemir, seda y marcas propias de niños ‘bien’ que su armario a modo de vestidor albergaba la entrada de la instancia.

Él bajo sus armas de extravagante artista pero con un refinado gusto, enmascaraba una sensibilidad incomparable con la de cualquier otro hombre de este planeta tierra. Su corazón respiraba demasiado rápido, una fragilidad envuelta entre leyendas e historias de familia; un pensador insaciable, una mente cultivada a la par entre Camus y Panero; un ser libre de prejuicios; un alma un tanto atormentada. La capacidad y el raciocinio suficientes para mantener una conversación que le distinga de la inmensa mayoría. Fue lo que siempre me hizo tener una predilección hacia él. Ahora esta simple predilección iba un paso más allá. Me había mostrado su alma: la más delicada y pura, digna de ser narrada. Y yo me había sumido en ella en un estado de profunda abstracción, por no decir admiración.

Ahora ya no era él o ella; ahora éramos nosotros, y a ratos, escapábamos de la realidad para establecer un acuerdo de mínimos con la existencia.



3 de febrero de 2015.


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