La perpetua liviandad del (la) mar
El (mi) tiempo se congeló por unos instantes un viernes de febrero sentada ante la bahía donostiarra y mi libreta quiso reflejarlo así:
Nunca hice mía la mar;
pues yo pertenezco al puerto.
Siempre caminé más firme sobre el asfalto,
pero sus baldosas lograron hacerme presa.
Hoy lo entiendo,
y aunque no pueda llamarte la mar
pues no eres mía, ni yo te pertenezco
me basta con beber un rato de tu serenidad.
El paso del tiempo esclaviza
y ahí están las olas,
riéndose de la humanidad
y su elixir de eternidad.
Junto al mar no hay pesar;
no hay tiempo para erigir;
no hay razón para ladrillos.
Tempus Fugit.
Tan sólo un nomadismo
tan efímero como el vaivén de las olas.
La eterna levedad del ser,
un visto y no visto.
Una droga óptica;
una ilusión que me hipnotiza.
3,2,1, volver a desaparecer
y yo con ellas.
¿A dónde van las olas muertas?
Da igual.
Desde aquí huelo su alma
envuelta en salinidad.
El alma libre, imperecedera
del no ser, siendo oasis
del no ser, siendo paz.
Las ataduras se diluyen
entre tus nudos de algas.
Tú, que saber ser eterna.
Tú, que puedes ser finita.
Ahora entiendo tanta veneración,
porque se sienten libres quienes surcan tus aguas,
y es que, en ti reside el secreto
del ser y no ser, en tan sólo unos segundos.
Mis pupilas se tornan azul cantábrico,
atrás queda la execrable civilización.
Ni Leibniz, ni Newton;
tampoco Kundera.
No sé porqué tanto empeño;
por encasillar tiempo y espacio.
Qué mas da el ser,
y el absurdo de su legado.
Cuando todo se reduce a cenizas
o a hedionda miasma
atrapada en un bonito ataúd
custodiando por losas de granito.
Quiero ir contigo;
beber de tus entrañas:
morir en un segundo y
ser eterna en tu magnitud.
Oleaje del cantábrico a su paso por San Sebastián. NIKON T50 35 mm. Paula Gil Ocón