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El despertar de la miasma

Fue con los primeros rayos de sol cuando aquella gélida criatura comenzó a descongelarse.

Vivía en un estado de eterna refrigeración con, naturalmente, ciertos intervalos para alimentar los fuegos que ardían en sus entrañas. Una carne blanda, tribuleante, en la que las heridas no cicatrizaban ni a bajo cero.


A través de imágenes difusas, tanteando la frontera de un territorio resacoso, un hiato de miasmas de bostezos y pozos de sueño intermitente, se sacudió el agua como si de un canino se tratara y se miró, tímidamente, en un espejo.

Imágenes rotas exploraban suavemente su cabeza y sintió que, de un momento a otro, iba a caer hacia un picado silencioso. Se vio desde una gran distancia con claridad y precisión: ojos apagados de animal enfermo, el miedo sin esperanza que refleja el rostro de la muerte. Aunque su alma estuviera en estado de putrefacción, sus enseres habían aguantado estoicamente la hibernación:


su uniforme de piel humana, americana de ante marrón con botones amarillos de dientes cariados, una camisa blanca de licra amarillenteada por la lejía, unos pantalones remangados que en tiempos mejores pertenecieron a un veterano de nosequé guerra, mocasines de suela de pie calloso de una campesina eslava, un pañuelo de terciopelo granate anudado con un broche de marfil anudado alrededor de su esquelético cuello. Un cinturón de pedigrí kazajo con un medallón del emblema de la antigua Unión Soviética y un amuleto en forma de colibrí.






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