La chica que todo lo siente de más
Hace tiempo que no se (le) permite volar a la chica que todo lo siente de más. Encerrada en un laberinto onírico consume la desdicha de haber venido al mundo con una predisposición biológica en la que el gris no tiene cabida.
Ella quiere volar. Irse muy lejos del país de los miedos infantiles. Pero el hormigón que sustenta las cuatro paredes de su caótica habitación, se lo impide. Esto es como el eterno paradigma del huevo y la gallina; ya da igual que vino antes si su desbocada sensibilidad o su enrevesada mente.
Y a tientas sube los primeros centímetros de persiana que separan su peculiar madriguera del mundo exterior. No diré que la luz no le agrada. Un subidón de adrenalina se apodera de su ser. Es entonces cuando decide encender la trasnochada minicadena que le amarra a su adolescencia, y poner ese disco de cumbia mexicana que sólo selecciona en el momento adecuado. Es el momento. Baila, ríe, de una manera tan elegantemente ridícula que sólo podría salir de ella.
Es entonces cuando decide abrir la ventana. Que se entere el mundo de su felicidad. Pero, maldición. Sólo divisa un edificio de hormigón gris de construcción funcionalista. En mitad de su frustración decide tirar de su ademán de voyeur y observa a los vecinos del susodicho edificio. Casi puede rozarlos. Un matrimonio cincuentón que permanece estoicamente sentado frente a un televisor de ‘nosécuántas’ pulgadas. Seguro, último modelo de Media Markt. El botox de una conocida presentadora de prensa rosa ocupa toda la pantalla. Parecen dos zombis en bata de casa aducidos por la pantalla.
El olor del miedo se cuela por las fosas nasales de la chica que todo lo siente de más. No está dispuesta a formar parte de un mundo así. De un tirón baja la persiana. Le aterra la vida humana. Vuelve a la oscuridad y se abalanza sobre su cama. Se golpea con una figura de dinosaurio que anda suelta entre la maraña de sus sábanas. No encuentra la manta y tiene que encender la luz. El horror vacui hace eco en cada rincón de su escondite. Montañas de libros, estrafalarios amuletos, fotografías de un tiempo mejor, un escritorio salpicado por restos de pintura acrílica, una papelera casi al punto de rebosar, cuadros de sus iconos, corazones de hojalata, cajas repletas de recuerdos, flores marchitas y un sinfín de cachivaches.
Pequeñas muestras de su gran diógenes. Está hecha de recuerdos. Vive de detalles. Y cada vivencia es una excusa para llenar ese profuso y profundo baúl sin aristas elaborado de un material tan frágil que de sólo abrirlo duele.
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