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Todas y cada una de mis grietas

Hasta pronto, mi México.



Nadie me había disparado ni secuestrado. De hecho, había logrado salir ilesa del país del narco y la santa muerte; sin embargo aquel último día sobre suelo mexicano notaba como si un sacacorchos intentara extraer con entereza mi corazón. La presión era tan ingrata que sentí desfallecer en ese maldito aeropuerto que se había convertido, en casi una colonia más fruto del desmesurado crecimiento inmobiliario de la urbe que no conoce horizontes. La agonía era tal que mi organismo sólo pudo defenderse de la única forma que le habían enseñado desde el día en que vine al mundo: llorando.

Un coctel molotov de nostalgia, rabia e impotencia se fusionaba con un rostro repleto de pecas que parecían haberse convertido en un campo de minas. Allí estaba lidiando mi propia batalla. No había ejército enemigo. La soledad era mi hostil rival. Sólo podía seguir un camino: el de la puerta de embarque con destino Madrid Adolfo Suarez Barajas.


Cual espectro moribundo cargué con la maleta y al ver el lazo rojo, verde y blanco que llevaba como símbolo identificativo tomé un suspiro y sonreí. Mi facha debía ser tal que una pareja de ancianos poblanos se acercó para ver si me encontraba bien y preguntar si “me había perdido de mis padres”.

Me sequé las lágrimas con las mangas de la chupa de cuero negra –único uniforme del que estaba provista para sobrevivir al inminente frió de mi llegada- les sonreí y respondí con un: “no, muchas gracias”. Pero claro, todavía estaba en territorio amigo, y la pareja se mostró dispuesta a sacar cada una de mis lágrimas a golpe de camotes y ollitas de tamarindo.

Meses atrás había llegado desconfiando de todo aquel que se cruzara en mi camino y ahora hablaba hasta con cualquier tarado proveniente de la Casa de los Ángeles. La experiencia así me lo había demostrado. Aún quedaban cuatro horas para que mi avión partiera. Así que la entrañable pareja, como buenos mexicanos, se dedicaron a calmarme y a contarme todo tipo de entresijos familiares.

El señor llevaba una camisa de franela, por lo menos tres tallas mayor, que entre dejaba ver un cuerpo escuchimizado de tez morena, que pese a las arrugas características de un hombre de su edad mostraba un brillo inusual. A pesar de su imagen descuidada, el blanco del cabello que se divisaba tras su boina me decía que era un hombre ‘de bien’. No tardó en contarme que había sido uno de los cardiólogos más importantes de su tiempo, que sus tres hijos varones también se dedicaban a la medicina y que, de hecho, el mediano ejercía en no sé qué clínica de Madrid. Incluso me dieron la tarjeta con su nombre y dirección, haciendo guiño de su soltería. “Para lo que necesites, damita. Que Madrid es muy grande y siempre es bueno tener familia. Además nuestro Gerardo tiene una casa muy grande en el barrio de Chamberí y seguro que te ofrece recámara. No tengas pena en llamarlo si necesitas cualquier cosa”.

Sé que esta situación puede sonar surrealista e incluso un tanto celestina. Pero saliendo de la boca de un mexicano, sólo podía significar gratitud. Ni qué decir tiene que lo último que se me pasó por la cabeza al llegar a España fue llamar a su preciado galán. Guadalupe, debía haber sido toda una femme fatal en sus años, pues todavía hoy –andaría en sus ochenta y tantos- lucía sus joyas como una auténtica Rosita Quintana e iba de una tienda a otra en busca de perfumes y algún que otro lingotazo. “Tengo que gastar todos los euros que me quedan, bonita, que luego tenemos una caja llena de monedas de los países que hemos visitado y no sirven más que para hacer estorbo”. “Ya le digo yo a mi Francisco –así parecía llamarse el ya jubilado cardiólogo-´que el dinero está para gastarlo”.

Francisco bastante tenía con no perder de vista a su algo extraviada pero enternecedora esposa, cuya pista a veces sólo lograba alcanzarse por el sonido de sus tacones. Y mira que no hay lugar más incómodo que un aeropuerto para andar con semejantes zancos, nunca entendí a las señoras que hacen de las cintas movedizas su particular pasarela. Pero hay que reconocer que Guadalupe los lucía con una gracia especial. Era chaparrita como ella sola, pero sus vaivenes de estrella del cine y su estampa de abuela de anuncio la convertían en el ser más adorable del aeropuerto.

Acabaron ofreciéndome su dirección por si regresaba a su país, me apapacharon y despidieron con un “el que nace pa´ tamal, del cielo le caen las hojas”.


Resultaba gracioso como la voz de aquel matrimonio había logrado calmarme. Ya no había vuelta atrás. Me dirigí hacia la puerta de embarque, quedaban 20 minutos para que el avión despegara. Agarré un diario Reforma y me puse a la cola. Tenía una sensación agridulce. Poco a poco todo empezó a ser más frío. La calidez mexicana se perdía en la cola de embarque y se difuminaba entre un grupo de universitarios españoles que presumía del número de mexicanas a las que se había ‘tirado’ en Acapulco. Hice de tripas, corazón al mostrar mi pasaporte y tan siquiera le di las gracias a la azafata cuando me lo devolvió.

Arrastré la maleta de mano como si llevara dentro cuatro mastodontes y me adentré en el avión, sin hacer caso de las indicaciones. ¡Me había tocado la ventanilla! Solté mis bultos y me desplomé en la butaca casi esperando el apocalipsis. Estaba anocheciendo. Sufrí vértigo al ver que mis pies ya no pisaban suelo chilango, y que probablemente tardarían mucho tiempo en volver a recorrer su asfalto. Me pegué a la ventanilla como si me fuera la vida en ello, hasta que las lágrimas y el vaho me imposibilitaron la visibilidad. Sentí como mi corazón agonizaba desde que aquel avión con destino Madrid empezaba a desplazarse por las pistas del Aeropuerto Benito Juárez.


Pero fue cuando por fin despegó sus alas y comenzó a tomar altura, cuando sentí por primera vez en mi vida lo que era tener el corazón roto. Hecho pedazos. Respiré. Todo había pasado. Pero no. Mi cuerpo empezó a agrietarse; a desquebrajarse. Miré a mi alrededor presa del pánico pero nadie parecía inmutarse.

Era como si mi ser sintiera pertenecer a ese entresijo de músicos ambulantes que me habían deleitado con su música, a las vendedoras callejeras que se habían convertido en auténticas musas, a los comerciantes de los mercados que me habían seducido a son de ‘güerita’ ofreciéndome no sólo productos mexicanos, sino un sinfín de chismes; a los chóferes de Uber con los que me había tocado intercambiar itinerario, consejos y narraciones propias de un guía, a todos y cada uno de los mexicanos que habían sido la pieza clave de mi aventura. Un México que había podido conocer de verdad, y que ahora podía relatar desde sus entrañas gracias a las conversaciones diarias de personas que pese a su anonimato, habían sabido plasmarme la esencia de un México, que ahora podía calificarlo como mío.


Y es que según iba traspasando la monstruosa ciudad en la que había pasado los tres últimos meses de mi vida su inmensa antorcha parecía no cesar; ni el ocaso era capaz de atenuar su vivacidad, iluminada por las almas de una ciudad en la que cuyos habitantes todavía tienen sueños. Pedí una copa de vino para hacer más llevadero el sueño, me acurruqué y en mi mente se iluminó una frase de Chavela Vargas: “uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida."


Y yo había amado hasta el último resquicio de la vida en ese país.

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