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De cómo conocí el infinito gris chilango –y al gato de mi azotea-

En la azotea de mi casa viven Claudia y su gato. A ambos les une un tono de pelo cano. Claudia, lo luce con naturalidad, sin ningún tinte que enmascare su edad; su felino, por el contrario, lo ornamenta con unas manchas color pardo que no son de fiar. Fue una tarde en la que el típico aguacero chilango caía sobre un cielo que pese a su característico color grisáceo lograba convertirse en un oasis de remolinos con aroma de sosiego, cuando la descubrí. Recién aterrizada en la ciudad de los banquetes callejeros y el caos enmascarado en fachadas que encierran almas aztecas, traté de dejar a un lado los prejuicios propios de una niña europea inmersa en un cuerpo de damita – mi apelativo favorito de entre todos los puestos por los lugareños-. Me decidía a descubrir el más allá desde lo alto del edificio de la acomodada colonia en la que me había instalado. Me armé de valor y con un uniforme a base de pijama XXL y zapatillas de estar por casa robadas del hotel de turno reté al jet lag, ese gran mal que todo cosmopolita del siglo XXI que se precie ha debido sufrir para ser lo suficientemente cool. Y bien, subí las escaleras y allí estaba. Desde ese microcosmos la gran urbe parecía menos temible, tomé aire y reí. Resultaba paradójico como, pese a la lluvia, ese pedazo de hormigón parecía el refugio más seguro del planeta. Me asomé. El cielo parecía estar en otro continente, no se divisaba ninguna nube y ni un solo rayo de sol lograba alcanzar el asfalto. Fue entonces cuando los ojos de aquel felino aparecieron por primera vez en escena. No sé cómo, pero se habían apoderado del gris que bañaba la ciudad de una sombría danza de neutralidad. El gris no es ni blanco ni negro, ni sí ni no, un color que muchos lo convierten en insensible, incluso triste y aburrido. La fiesta del carnaval termina con el gris miércoles de ceniza, hablamos de épocas grises, y de la gris rutina, que nos resulta fea y aburrida incluso cuando hace sol. Pero el gris de la Ciudad de México rompe todos los mitos. Es un gris que transmite tranquilidad; el sólo hecho de levantar la mirada en ese cielo encapotado me hacía volver a saborear la placenta materna. Un subidón de adrenalina se apoderó de mi personita. Por fin estaba allí. Y aunque sólo fuese la cima de un edificio funcionalista de cuatro plantas desde la que se divisaban solares, alguna que otra decadente edificación vecina y un follaje que apenas dejaba al descubierto un solo resquicio de la urbe, sentía que acababa de coronar el mismísimo Pico de Orizaba.

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