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La guerra de los cítricos


Artículo publicado en ColumnaZero

¿Qué le ata a una persona para permanecer estoicamente en el lugar donde nació? Y, hasta qué punto, ese territorio puede llegar ser el germen de una guerra. No, esta no es una historia bélica más. Pocas veces un filme tan humilde retrató la humanidad con tanta delicadeza a la par que reflejó lo absurdo de las guerras de una manera tan personal. Estoy hablando de Mandarinas, una coproducción estono-georgiana dirigida por Zaza Urushadze, que sorprendió al introducirse en la reputada categoría de Mejor película de habla no inglesa, dejando fuera incluso a la candidata georgiana Corn Island, en los Óscar. Una trama sencilla pero sumida en simbolismos y metáforas que narra la historia de los escasos habitantes de una aldea estonia situada en territorio abjazo, ya que todos sus familiares han tenido que emigrar a la más septentrional de las repúblicas bálticas por el conflicto surgido a principios de los años noventa en las regiones secesionistas de Osetia del Sur y Abjasia, donde vivían.


Tierras prácticamente desiertas en las que hallamos un par de hogares, donde habitan sus dos persistentes residentes estonios: Ivo, un viejo carpintero al que da vida Lembit Ulfsak y su vecino Margus, un par de soldados del bando enemigo (un georgiano y un checheno) y un campo de mandarinas sirven de escenario para esta película. Una producción en la que pese a que la protagonista es la guerra; esta acaba siendo relevada a un papel secundario para ensalzar valores y enseñanzas morales que, pese a su profundidad, en ocasiones parecen darle mayor importancia al mensaje anti belicista que a aspectos intrínsecamente cinematográficos. Pocas películas han sabido plasmar la guerra a estos niveles, y aunque sus diálogos puedan parecer sacados de un libro de Fernando Savater, hacen ver el otro lado de la guerra: el de los luchadores que pese a todo, deciden no abandonar sus hogares; luchadores que no entienden de raza, religiones ni etiquetas y para los que dedicarse a salvaguardar una plantación de mandarinas, va más allá de hacer de mercenario para luchar por un pedazo de tierra, que al fin y al cabo, no deja de ser suelo en tierra de nadie.


Una película en la que el silencio y los primeros planos casi lacónicos impregnados de delicadeza y pequeños detalles juegan un gran papel con imágenes prácticamente desnudas, y en las que pese al predominio de su lentitud y sobriedad también hay escenas de acción y sangre en las que la guerra se ve de cerca, invadiendo la tranquilidad del recolector de mandarinas y su fiel ayudante. Para ellos es únicamente “una guerra de cítricos”, ya que en su mente no hay cabida para armas, sino para la supervivencia gracias a su producción. Además este simbolismo usado para crear una cercanía rememora a otros filmes como Los limoneros (Eran Riklis, 2008) en esta ocasión del conflicto palestino-israelí.


Una pequeña obra de cámara que reivindica la difícil situación del cine fuera del mundo de Hollywood, gracias a la confesión del guerrillero georgiano quien confiesa “dedicarse al teatro, porque en su tierra no hay dinero para el cine”. Este microcosmos condensa a la perfección lo estúpido de las guerras y hace hincapié en el compañerismo más allá de ideales para acabar con una alegoría de la negación del género humano gracias a unas cajas de madera que en un principio servían para recoger mandarinas y que acaban convirtiéndose en ataúdes. Una metáfora usada como la lucha fallida entre una gran lección de sentido común y la guerra en el nombre de una nación, una etnia o una religión.

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